En los últimos años, nombres como Luis Elizondo, David Grusch o Christopher Mellon han aparecido de forma recurrente en los medios afirmando haber tenido acceso, durante su trabajo para el Departamento de Defensa u otras agencias vinculadas a la seguridad nacional, a información altamente sensible relacionada con el fenómeno UAP. Todos ellos sostienen que existen datos que no pueden revelar debido a obligaciones legales, acuerdos de confidencialidad, normativa sobre información clasificada y restricciones derivadas de la seguridad nacional. Al mismo tiempo, señalan que el gobierno oculta información relevante sobre la naturaleza del fenómeno UAP al pueblo estadounidense.
Hasta aquí, el planteamiento parece coherente, ya que quienes
han trabajado en entornos clasificados están legalmente obligados a no divulgar
ciertos contenidos. Sin embargo, cuando se analizan con detenimiento sus
declaraciones públicas surge una paradoja que merece atención. ¿Cómo es posible
afirmar públicamente que se ha tenido acceso a información extremadamente
sensible, que contradice la narrativa oficial, sin que ello derive en
consecuencias legales?
En otras palabras: ¿cómo puede alguien destapar información
oficial explosiva… sin que pase absolutamente nada?
En el sistema jurídico estadounidense, la revelación ilegal
de secretos no se produce por el simple hecho de afirmar que existe información
clasificada o que se ha tenido acceso a ella, sino cuando se divulga de manera
concreta el contenido protegido, identificable y no autorizado. La ley castiga
la filtración de datos específicos, documentos, métodos, fuentes o programas,
no necesariamente las declaraciones vagas, generales o ambiguas que no permiten
verificar ni reconstruir información clasificada.
Como vemos los denunciantes UAPS se mueven en una zona gris.
Para entender mejor lo extraño de esta situación, conviene
cambiar de escenario y llevar el mismo razonamiento a un terreno donde el
secreto de Estado no admite ambigüedades ni titubeos: el ámbito nuclear.
Imaginemos que el antiguo director de un programa nuclear estadounidense
empieza a aparecer en entrevistas, podcasts y documentales diciendo algo como
esto: que durante su trabajo tuvo acceso a documentación ultrasecreta, que
habló directamente con científicos y personal con acceso restringido, y que
gracias a todo ello sabe con certeza que el país posee capacidades nucleares
muy distintas, y mucho más avanzadas, de las que se reconocen públicamente.
Acto seguido, aclara que no puede dar detalles porque la información sigue
siendo clasificada.
Aunque no revele cifras, diseños técnicos, ubicaciones ni
nombres de programas, cualquiera entendería que algo así sería impensable. En
el mundo nuclear, incluso una afirmación tan genérica ya sería un problema
bastante serio. No porque se hayan dado datos concretos, sino porque confirmar
que existen capacidades no reconocidas ya supone cruzar una línea legal muy
clara. En ese ámbito, el secreto no protege solo documentos o planos, sino todo
el campo de conocimiento: incluso las insinuaciones están prohibidas.
Y, sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre en el
discurso UAP todos los días sin que ocurra nada. Antiguos responsables de
programas de inteligencia pueden afirmar públicamente que han visto material
extraordinario, que han leído informes confidenciales o que han llegado a
conclusiones que contradicen la versión oficial, siempre que eviten describir
detalles técnicos verificables. No se les persigue, no se les sanciona y, en la
práctica, se les permite hablar.
La diferencia no está en que el fenómeno UAP sea menos
sensible o menos serio, sino en que no existe un régimen legal comparable al
nuclear que blinde todo ese ámbito de información. Mientras que en ciertos
sectores estratégicos incluso las frases ambiguas están fuera de juego, en
otros se tolera un discurso basado en insinuaciones, autoridad personal y
apelaciones al secreto. ¿Por qué no se le investiga a los denunciantes? ¿Por
qué no hay consecuencias si están insinuando que poseen información clasificada
que contradice lo que el gobierno sostiene públicamente? ¿Se puede acusar sin
problemas a las autoridades pero al no mostrar pruebas no pasa absolutamente
nada? O ¿Acaso hay algún tipo de estrategia oculta detrás de estas filtraciones
que interesa a las agencias de inteligencia?
La paradoja es que los denunciantes UAPs no cometen una violación
de la ley, porque se mueve cómodamente en los márgenes de lo permitido.
Cuando uno escucha con atención lo que afirma por ejemplo
Elizondo el absurdo se vuelve aún más evidente. El exdirector de AATIP no se
limita a sugerir que “algo ocurre” o “expresar su opinión”, sino que asegura
haber visto documentos, filmaciones, fotografías y testimonios directos de
personal con acceso a programas altamente restringidos. Aunque nunca entre en
detalles operativos, el simple hecho de afirmar públicamente que han accedido a
ese tipo de material durante sus funciones oficiales ya constituye, en teoría,
una revelación de información clasificada. No necesitan mostrar una sola imagen
ni citar un solo nombre, con declarar que han revisado expedientes o hablado
con testigos internos, están confirmando la existencia misma de programas,
investigaciones o hallazgos que el gobierno no reconoce oficialmente. Y aun
así, estas declaraciones no generan el tipo de reacción legal que cabría
esperar. Es ahí donde nace la contradicción ya que según la ley revelar que se
ha visto información clasificada ya es una filtración… pero en la práctica,
estas afirmaciones se toleran mientras se mantengan en un terreno difuso donde
nada puede demostrarse, bajo el comodín de: “No puedo entrar en detalles porque
es información clasificada”. Pero si sus aseveraciones fueran ciertas, ya
estarían incurriendo en un delito, estarían revelando información protegida. Y
si no es verdad, estarían atribuyendo sin pruebas acciones o encubrimientos
gravísimos a instituciones de su propio país en las que han trabajado.
Cualquiera de estas dos posibilidades debería generar algún tipo de reacción
oficial. Algo.
Sin embargo, en la práctica no ocurre nada. Ni juicios. Ni
sanciones. Ni procesos penales. Ni comisiones internas.
El resultado, visto lo visto, es que se puede afirmar casi
cualquier cosa, mientras se termine la acusación con la frase “no puedo dar
detalles porque es secreto”.
Si todo es falso, resulta llamativo, o muy sospechoso, que
ninguna institución se moleste en desmentirlo de manera contundente para evitar
confusiones o teorías dañinas. De hecho la tesis de la conspiración se
acrecienta a pasos agigantados en los Estados Unidos por discursos como los enarbolados
por Elizondo. Pero, si lo que afirman fuera cierto, sería todavía más extraño
que se les permitiera anunciarlo abiertamente sin consecuencias legales.
En ambos casos queda flotando una sensación de incoherencia,
una especie de vacío legal en el que los límites entre información protegida,
libertad de expresión y responsabilidad legal parecen haberse desdibujado por
completo.
Que todas estas declaraciones sean legales o que se permitan
por parte de las autoridades no significa que todo sea normal. Al contrario, es
bastante inusual que antiguos responsables de inteligencia hablen con tanta
seguridad sobre hechos extraordinarios, afirmando que lo que dicen lo saben por
experiencia directa y documentos confidenciales, y lo hagan ante comisiones del
Congreso sin titubeos. No son simples comentarios ante los medios, ya que sus
palabras han tenido repercusiones reales que han derivado en audiencias
públicas, cambios en la narrativa oficial y en la creación de oficinas
específicas para investigar el fenómeno UAP. Todo esto forma un cuadro muy curioso,
aunque técnicamente no estén violando ninguna ley, el peso de su autoridad, la
claridad con la que hablan y el impacto de sus declaraciones nos muestra que
estamos ante algo fuera de lo común en materia de secretos de Estado.
En el mundo de los secretos oficiales, hablar con libertad
sobre información sensible es prácticamente impensable. Cualquier filtración
suele ir acompañada de investigaciones, sanciones e incluso procesos
judiciales. Y sin embargo, cuando escuchamos a antiguos responsables de
programas UAP relatar lo que han visto o leído, citando documentos y testigos
sin aportar detalles concretos, sucede algo extraño: nadie los persigue, nadie
los sanciona y sus palabras siguen teniendo efecto público. Esa combinación, credibilidad,
autoridad y ausencia de consecuencias, es casi inédita en la historia de la
inteligencia y la seguridad nacional. Es como si el sistema hubiera creado un
espacio inusual donde ciertos secretos pueden insinuarse y debatirse, sin que
se cruce la línea roja que activa la reacción oficial. Esa anomalía, más allá
de su veracidad, resulta sorprendente: da la impresión de que algo se mueve
tras bambalinas, que hay intereses que permiten mantener esta narrativa,
dejando al público preguntándose por qué se tolera que se hable de ello.
Para concluir, tampoco se puede descartar que lo que relatan
estos denunciantes no sea completamente cierto. Podrían ser verdades a medias,
interpretaciones sesgadas, o incluso información que les fue presentada de
manera deliberadamente engañosa para hacerles creer ciertas cosas. Sea cual sea
el caso, esto evidencia que asumir la veracidad de sus afirmaciones sigue
siendo algo difícil de evaluar.
JOSE ANTONIO CARAV@CA
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